Buñuel en mis sábados adolescentes

“Ni es el primero, ni es el segundo, es único. Está solo.”

                                                                     Jean Cocteau

 

En el Ecuador de los años ochenta del siglo pasado la programación televisiva no sufría aún la debacle funesta que hoy la caracteriza.  Yo, adolescente entonces, solía disfrutar junto a mi familia los sábados por la noche de “Telecinema” un espacio dedicado a la proyección retrospectiva de películas iberoamericanas, ofrecido al televidente a las diez de la noche por el canal Gamavisión.

 

Las películas eran previamente comentadas por un conductor, quien aproximaba al público sobre las características más sobresalientes del film;  elogiando cada uno y nombrándolos como obras maestras de la cinematografía universal.  Momento propicio que daba lugar a que la prodigiosa memoria de mi madre empezara a enumerar con precisión la filmografía completa de tal o cual director.  Su adolescencia provinciana, no contaminada aún por los massmedia, la vivió acompañada de la magia de la pantalla grande a la que una y otra vez acudiría a ver innumerables films mexicanos y españoles; ergo, cuando “Telecinema” nos proponía, por ejemplo, Nazarín o Los Olvidados, allí estaba mi mamá para informarnos a todos sobre los detalles de cómo, cuándo, dónde y con quién había visto la película; esa, la parte menos histriónica del anecdotario, el clímax llegaba cuando Lilia Prado salía en la pantalla, la aparición de la actriz incluía impajaritablemente que mi madre echase mano de sus álbumes fotográficos para recordarnos –sobre todo a mi padre- que su cuerpo y su cabello juveniles lucían tan impecables como los de la diva buñueliana. ¡Oh! sí, hermosa mujer Doña Eugenia Correa.

 

Esta tradición oral del hecho cinematográfico sumada a una inclinación de niveles casi ezquizofrénicos por la imagen, me llevó, sin duda alguna, hasta la salas del Cine OchoyMedio donde una vez más pude saborear las delicias de la inconformidad del “gran aragonés”.  No exagero al decir que acudí por quinta vez en mi vida a ver Nazarín y por primera a Subida al Cielo; y lo volvería a hacer como apuesta cultista a la eternidad de Buñuel.

 

En este punto de la existencia humana ¿cómo no dejarse llevar de la mano de los surrealistas y abandonarse a sus escrituras automáticas?  Inmejorable paleativo para la icompetencia mundana: asistir desde la butaca a los delirios buñuelianos que una y otra vez nos recuerdan el carácter artificioso del cine como generador de sentido.  Más aún, cuando se ha asistido obsesivamente a su filmografía, es inevitable caer de lleno en su propuesta de aceptar sus imágenes y no interpretarlas; es precisamente en este borde  donde la soledad postmoderna de Luis Buñuel, señalada por Cocteau, prevalece sobre las convenciones estructuralistas de cualquier época.

 

Ingrediente adicional para aderezar de mejor manera la muestra, la Lección de Cine ofrecida al público por su hijo Juan Luis Buñuel: el desenfado, propio de su ADN, al comentarnos su vida junto a su padre reafirmó mi admiración por Luis, me informó también de aquellos detalles sobre su vida que no constan en biografía alguna y despertó mi interés por conocer más sobre la producción de Juan Luis.  ¡Y qué decir! vivir en carne propia el lujo de escuchar de labios del propio Francisco Gaytán la anécdota sobre la manera casual en que encontró la novena lata donde descansaban imperturbables unos metros más de celuloide en los que Buñuel había filmado un final alternativo para Los Olvidados.

 

Veintiún días –en Quito- para ver dieciséis películas de Buñuel, inmejorable programación que reclama su complemento, entre otra películas: La edad de oro, Gran Casino, El gran calavera, Susana, carne y demonio, La Hija del engaño, Una mujer sin amor, Robinson Crusoe, Abismos de pasión, El río y la muerte, Eso se llama la aurora, La muerte en este jardín, Los ambiciosos, La joven, La vía láctea, Ese oscuro objeto del deseo y mi absoluta favorita El Fantasma de la Libertad.

 

Ocioso resulta argumentar extensamente desde la óptica del entusiasmo cuando, entre otros, un grande como Octavio Paz a escrito sobre Luis Buñuel con tanta sabiduría.  Sus visiones sobre la obra buñueliana nos llevan a la percepción del deseo y el valor como el manto que la cobija subjetivamente.  Así, en su ensayo sobre el amor “La llama doble” se pueden leer algunos predicamentos que bien podrían equivaler a la lectura de la filmografía de Buñuel:

–       “El amor es deseo de completitud y así responde a una necesidad profunda de los hombres”

–       “Erotismo y muerte son una pareja inseparable como la noche y el día, la vigilia y el sueño”

–       “La gloria es una cifra equivocada con frecuencia y el olvido es más fuerte que todas las reputaciones.  Las desdichas del amor son las desdichas de la vida”

 

Con “deseo de completitud” esperaré entonces a Buñuel Capítulo II en Ecuador; y recordar así mis sábados de adolescente;  irrelevante dejar de serlo si siempre se puede volver a ver Belle de Jour.

 

 

 

“¿Es necesario repetirle que estoy orgulloso de luchar por una película como Los Olvidados?

                Le escribiré después con nuevos detalles”

En carta de Octavio Paz a Luis  Buñuel, Cannes, 11 de abril de 1951

María Belén Moncayo

Quito, 24 de abril de 2006